Es difícil
explicar lo que aquí ha acontecido. Sin duda he de reconocer que me he portado
mal a lo largo de mi vida, pero eso ya pertenece a una vida anterior, que
intento, por todos los medios olvidar lo antes posible. Y sin embargo no se me
puede achacar toda la culpa de lo ocurrido. Es una historia harto complicada, y
sin duda difícil de entender. Más para mí. Valgan estas líneas, como intento de
esclarecer lo acontecido, y como guía para todos aquellos que se encuentren en
mi misma situación.
Lo lógico
seria empezar por el principio, mas si bien no recuerdo demasiado por tener en
aquella época demasiada juventud, aclararé lo que esté dentro de mi alcance.
Nací un
bonito día de primavera, en una casa con Jardín, y pese a lo idílico de la
estampa, no fue un comienzo demasiado venturoso. Jamás he conocido a padre
alguno, al menos no a mi padre real. Durante algún tiempo creí que mi verdadero
padre era aquel con el que me había criado, pero existían demasiadas
discrepancias en nuestro aspecto como para
que aquello fuese posible. Es por esto que ya desde muy joven fui capaz
de entender que aquel ser que me cuidaba, y me dio refugio en su casa, no era
realmente el que me había engendrado.
Mi madre,
por el contrario, era sin ninguna duda mi verdadera madre. Tierna y siempre
diligente, me cuidó con mesura y dedicación, pese a que desde siempre fue un
trabajo arduo y difícil. Y es que no soy el único nacido en el mismo parto, ya
que mi madre dio a luz, además de mí, a cuatro hermanos más. Dos chicas, y dos chicos.
Total cinco mellizos, nada menos. Es de suponer que desde que tengo memoria, no
soy capaz de recordar momento alguno en el que no estuviera disputando con
alguno de mis hermanos, y hermanas, el cariño, y atenciones de mi madre. De
alta cuna, mi madre siempre intentó darnos la mejor educación, mostrándonos la
diferencia entre el mal y el bien. Enseñándonos lo que era posible hacer, y lo
que no. Sin duda, al igual que cualquiera entiende, las madres tienen la
obligación de enseñarle a uno esas cosas. De igual forma, supongo, ese hubiese
sido el deber de mi padre, que al igual que mi madre también era descendiente
de rancio abolengo. Es por esto, que quizás, exista entre mis hermanos, y yo,
un cierto deje de engreimiento, ya que mi casa es una de las más nobles, y
antiguas que se conocen.
No es por
tanto un intento por ser vanidoso, pero la casa Yorkshire, de la estirpe de los
Terrier, ha sido siempre muy admirada, y bien recibida allí donde fuese.
Incluso mis primos más lejanos, y de menos casta que la mía. Es por tanto
comprensible entender que desde siempre mi padre adoptivo, su hembra, y su
pequeña cría, de nombre Lucia, hayan intentado desde siempre servirnos en todo
lo posible, y concedernos todos los caprichos deseables, a mi madre, mis hermanos,
y a mí.
Por
supuesto no todo han sido alegrías, y bonanzas. La primera, y más antigua fue
sin duda la desaparición de mis hermanos, y hermanas. Cierto día en el que me encontraba yo acurrucado cerca de
mi madre, llegaron a mi casa unos extraños que jamás había visto. Agraciados
con mi padre adoptivo, no vi motivo, al igual que mi madre, para mostrarme
agresivo, si bien, yo era muy pequeño, ya daba muestras de alta gallardía. No
deseo extenderme más en lo ocurrido, pero cuando nos quisimos dar cuenta, ya
nada se podía hacer al respecto, y no volvimos a saber de ellos. Por tanto es
comprensible entender que los siguientes días fueron de inevitable dolor y
pena, y más si entendemos que la aflicción que sentía mi madre por sus pequeños
desaparecidos, parecía ser compartido por mi padre adoptivo, y su manada. Yo
nunca confié demasiado en aquella manada de gigantes desgarbados que excedían
con mucho lo que un ser notable debe medir, pero desde muy pequeño he visto
como mi madre aceptaba tanto lo bueno como lo malo de aquellos seres, y he sido
objeto de sus zalamerías, y galanteos. Es por tanto comprensible que no tuviese
más remedio que aceptarlos, y no desconfiar de ellos. Aun así, es como digo un
trauma, el que vivimos aquel día desafortunado tanto mi madre, y yo como
aquellos bípedos con su curiosa forma de moverse sobre dos patas, a los que
iba, como digo, acogiendo por expreso deseo de mi madre, como parte de nuestra
manada.
Pasaron los
días en los que comencé mi desarrollo realizando tanto las tareas deseadas,
dignas de mi clase, como las no tanto. Y es que es extraña costumbre la
impuestas por los bípedos gigantes, que un miembro de la manada ha de ser
restregado con un extraño ungüento, y aclarado con agua, al menos una vez cada
siete soles. Cosa totalmente incomprensible para mí, ya que no entendía, ni
entiendo, si este es un ritual bueno o malo. Por un lado el proceso, parece ser
divertido para todos, o al menos eso intentaban hacerme creer, y por otro, no
cesaban de regañarme por todo lo que hacia. En fin, empecé como digo a
interesarme en comprender la extraña lengua humana, tanto la parte física, como
la sonora de estos seres calvos, como era el capricho de mi madre, pero cuanto
más lo intentaba peor iban las cosas.
Es por tanto, como he dicho en un principio,
que no es de mi titularidad toda lo culpa de lo acontecido en nuestra manada,
ya que se debe, casi siempre, a la imposibilidad de los bípedos por aclararse
en cual es su mandato. Yo no soy demasiado obtuso en el entendimiento de
materias, es más, soy bastante avispado si se trata de comprender, y sacar
partido a lo que me rodea. Como ejemplo he de añadir, he sido capaz de entender
sin complicaciones todas las materias instruidas por mi madre, y siempre a la
primera. Pero en cuanto a lo enseñado por los humanos, como los llama mi madre,
la dualidad de lo que exponen, me ha llevado siempre a ser castigado por mi
padre adoptivo. Como caso mas significativo baste decir que cierto día descubrí
que no debo ladrar a Lucia, la pequeña de la manada de humanos, porque al
parecer no le gusta demasiado a la hembra de mi padre adoptivo. El caso es que
la hembra de mi padre hacia lo mismo que yo, ya que cada vez que yo ladraba,
ella me recompensaba en un intento claro para que continuase, con más gruñidos en
el inteligible idioma de los humanos, por lo que yo siempre he considerado que
estaba imitándome, y que era una forma más de divertirnos mutuamente. Pero al
parecer este no era el caso, hoy, ya mayor, he entendido que cuando ladras a un
humano, y este hace lo mismo, lo que en realidad te está intentando decir es
que no debes ladrar. En vez de ignorarte como deben hacer los seres
inteligentes, los humanos tienen la extraña costumbre de ladrar más alto que
tú, lo que acarreaba mi más perpleja confusión, y por supuesto un terrible
castigo. Y no solo era eso, si no que se extendía a todas las materias, y
costumbres que la manada humana intentaba enseñarme. Lo mismo me invitaban, si
no me subían ellos mismos, al sofá, que de repente me gruñían enfurecidos exigiéndome
que bajase de inmediato. Lo mismo me animaban, con esos sonidos tan zalameros
que emiten los humanos, a que les mordiese las prendas de ropa que se ponen
encima de la piel, y los lamiera enteros, que de repente estaba totalmente
prohibido. Sobretodo con la hembra de mi padre adoptivo, a la que sentaba fatal
que arañara lo que ella llamaba “medias” cuando se preparaban para atiborrarse
de comida fuera de nuestra casa. Y bueno, luego estaba lo falsos, e
incoherentes que pueden llegar a ser, sobretodo en lo que se refiere en
determinar quien predomina en el liderazgo de la manada. Recuerdo un caso en el
que la pequeña Lucia quiso invitarme a pasar la noche en su“cojín para dormir”,
que es como el mío, pero mide al menos veinte patas de largo por diez patas de
ancho. El caso es que la niña insistió mucho para que me quedara con ella
aquella noche, y después de ladrar suplicante durante mucho tiempo a su madre
humana, no consiguió salirse con la suya. Lo curioso, es que ya sin el sol en
el cielo, habiendo escuchado a Lucia ladrar de igual forma a su padre, que a su
madre, vino a mí, en compañía de mi padre adoptivo, exultante y con el
consentimiento necesario. Es por esto que pasé la noche en su cojín,
compartiendo su calida compañía hasta la salida del sol. Sin embargo, como era
costumbre, la hembra de mi padre adoptivo salió como todas las mañanas a marcar
su territorio en un específico lugar de la casa en la que todos los humanos
tienen la obligación de hacerlo, cuando pasó por delante del cojín de Lucia, y
me vio allí echado. Si sabia que tenía consentimiento del dueño de su manada,
no lo sé, pero después de pasar medio somnolienta, y de hacer varios sonidos de
incredulidad, la hembra de mi padre adoptivo arremetió cruelmente contra mí,
para confusión y sobresalto mío, lo que generó algo que no esperaba:
desentendimiento de la pequeña Lucia, que no hizo otra cosa que girarse para
que no la molestásemos, sin despertarse siquiera.
Fue ahí
donde empezó una época pavorosa en la que las disputas territoriales pasaron a
ser cotidianas. Visto que no existía por parte de los humanos un entendimiento
de cuales eran las normas que se debían tener para que en nuestra manada
existiera orden, y ya que estaban intentando que fuese incluido en ella, decidí
que era hora de asumir, como manda la tradición, que debía ser yo el que
poseyera el titulo de macho Alfa. Hay que entender que no fue para mí una
decisión, ni una tarea fácil de acometer, pero como he dicho anteriormente,
provengo de una noble casa, de alta cuna. El deber obliga.
Aun así los
enfrentamientos fueron despiadados, hasta el extremo de ser golpeado al
intentar corregir a la pequeña Lucia para que se quitase de mi sitio en el
sofá, con una pequeña dentellada que enrojeció su delicada piel. Este acto, del
todo necesario, tuvo como resultado mi reclusión inmediata. Mi arresto en el
lavadero. Encerrado, y con varios golpes de escasa importancia. En resumen, los
humanos cometieron traición. Pero eso no iba a quedar así.
Poco
después de la salida del sol, el macho humano, pese a que yo le advertí que mi
predominancia era incuestionable, me forzó a meterme en la “caja de viajar”, un
pequeño cubículo con puerta que usan los humanos para llevar a los de mi
especie a ver al medico. En esta ocasión, el destino no era a ver al medico, ni
mucho menos por la preocupación que sentía el humano por mi estado de salud.
El lugar en
cuestión en el que terminamos, había sido visitado por muchos de mi raza, como
así me lo constataron las diferentes marcas, y señales que estaban diseminadas
por toda la instalación. A diferencia de los humanos que solo usan los ojos
para darse cuenta de lo que los rodea. Como todo el mundo sabe, los míos
tenemos la innata habilidad de poder vislumbrar todo lo que ha acontecido en el
pasado en un lugar, utilizando nuestro olfato. He de decir que el lugar no me
gustó demasiado, ni el hecho de encontrarme allí me dio seguridad alguna, y
menos después del golpe de autoridad del día anterior. Lo primero que me
encontré nada más entrar fue a una humana delgaducha que lejos de preocuparme,
lo que hizo fue sorprenderme. A diferencia de lo que normalmente hacen los
humanos, independientemente de las señales que yo insisto en comunicarles, la
mayoría de ellos no entienden nada de lo que les transmito. Esta humana sin
embargo, el mero hecho de indicarle físicamente que su acercamiento no era
deseado, para mi sorpresa, se detuvo inmediatamente. Sorprendido gratamente por
ver por primera vez como un humano entendía, al parecer, y obedecía lo que yo
le señalaba, me dediqué a inspeccionar el lugar en busca de más información,
mientras mi padre humano, y aquella hembra humana intercambiaban ladridos, y
gruñidos en el incomprensible lenguaje humano. Estando el sol ya en alto, mi
padre humano dio por concluida aquella retahíla de sonidos, y entregando un
saco con la comida con la que solía alimentarme, se marchó dejándome a solas
con aquella extraña hembra.
No hubo
demasiada relación durante aquel día, ya que poco después de la partida de mi
padre humano, el traidor renegado de mi padre humano, aquella delgaducha hembra
humana me engatusó por medio de una pelota para que la acompañara al lugar
donde iba a pasar el resto del día. Detrás del recinto cerrado cubierto con el
suelo de arena, había una entrada que daba acceso a unos cubículos hechos de la
piedra que usan los humanos para hacer sus cuevas, y que estaban diseñados para
alojar a los de mi especie. Varios de los míos ya se encontraban allí. Algunos,
los más, de no tal alta cuna, pero que remedio me quedaba si no seguirla. Ella
tenía una pelota.
Al amanecer
del siguiente día, me sobresaltaron los ladridos de los demás canidos
presentes, que si bien no eran de carácter agresivo, como yo esperaba por la
llegada de aquella humana, sonaban extrañamente amistosos, casi excitados.
Después de una comida ligera, se me exigió introducirme una vez más en mi “caja
de viajar”, y fui expuesto, para
escarnio público en la arena, a la vista de todos mis iguales. Al menos, yo
pensé que era algún modo de ajusticiamiento, pero al poco deseché aquella
teoría, ya que al parecer, yo no era, a diferencia de en mi casa, el centro de
atención.
Lo que allí
pude ver me confundió enormemente. Eran varios de mi especie los que allí
había, y todos ansiaban, por turnos además, relacionarse con aquella delgada
humana. Y no se detuvo aquí la cosa. De una manera que se escapaba a mi
comprensión, la hembra humana parecía tener la habilidad de comunicarse con los
de mi especie. Daba igual a que casa, o de que estirpe, o condición
perteneciera un canido, allí habían ilustres, e indómitos miembros de
diferentes, e incluso antiquísimas estirpes caninas, incluso razas guerreras
del Norte, de la casa de los Rottweiler. Todos obedecían sumisos a aquella
delicada humana, ansiosos por complacerla.
No pasó demasiado tiempo hasta que me llegó el
turno a mí. Dejando clara mi intención de no salir de mi “caja de viajar”,
aquella humana me obligó a ponerme un extraño collar al cuello. No era mi
primera experiencia con aquellos artilugios, si bien normalmente solía llevar
un arnés para deleite mío, y de la pequeña Lucia, a la que parecía encantarle
tirar de mi, mientras ella era arrastrada por mi inigualable fuerza, aquel
parecía tener trazas de ser diferente a los demás collares. Poco tardé en darme
cuenta de lo que realmente era aquella humana, y de lo atrapado que me tenía.
Mientras caminábamos, varios de mi especie deambulaban libres acompañados de
otros humanos. Como manda la tradición, y las buenas costumbres, intenté
acercarme a ellos para intercambiar nuestros aromas, y entonces ocurrió. Aquel
collar, a diferencia de otros, cada vez que intentaba alejarme de aquella
delgada humana, tenía la extraña facultad de hacerse más pequeño cuanto más me
alejaba de ella. Me quedé helado. Estupefacto. Sin duda estaba ante una
poderosa hechicera humana. Y no existía forma alguna de contrarrestar aquellos
efectos. En todas las ocasiones, cada vez que me alejaba, el collar reducía su
tamaño haciéndome volver de nuevo al lado de la hechicera. Así pasé varios días
en los que aquella delgada humana comenzó a compartir su tiempo conmigo, y en
los que sin percatarme de ello, comencé a entender lo que me decía. No se trata
de que entendiera realmente el galimatías que forma el ladrido humano, si no
que utilizaba unos sonidos concretos para indicarme lo que deseaba de mi. Ya he
dicho que soy bastante avispado, y es por esto que no me costó demasiado
asimilar este proceso de aprendizaje. En contraposición a esto, parecía que la
hechicera también era capaz de entender lo que yo le comunicaba. Entendía
cuando sacarme, cuando darme de comer, y siempre que terminaba exitosamente
todo lo que deseaba que hiciese, me permitía libremente deambular por la arena,
y relacionarme, no solo con los de mi especie, si no también con los humanos
allí presentes. Tal era su poder, que hasta los humanos, dando igual el tamaño
que tuviese, o si eran macho o hembra, que estaban allí, obedecían ciegamente
lo que ella les mandase.
Pasaron
varios soles, hasta que un día volvió mi padre humano a visitarnos, pero en
esta ocasión no se marchó. Por el contrario, la poderosa hechicera lo convenció
utilizando sus artes para que desde ese momento ocupara su lugar al otro lado
de mi correa, y lo enseñó para que fuese él el que se pudiese comunicar
conmigo. Así empezó un proceso en el que cada sol que pasaba conseguía entender
mejor a mi padre adoptivo. Hasta tal extremo que tuve que reconocerlo como el
miembro más importante de la manada. Mi guía.
Ese mismo
día volví a nuestra casa, y pese a lo que yo sospechaba que iba a ocurrir, lo
cierto es que mi llegada fue más que bienvenida. Nunca más volvió mi amo a
olvidar como hablarme, ni yo como obedecerle. Es más, hasta su hembra, y la
pequeña Lucia hacían todo tal, y como mandaba la hechicera.
En un mundo donde un objeto
cotidiano tiene, por pequeño que sea, al menos tres patas de altura. Donde los
deberes y obligaciones, por muy alta que sea tu cuna, son la forja de la
verdadera obediencia. Yo, he de reconocer, que soy ahora un miembro productivo
de mi manada, y hoy puedo decir orgulloso, que no siento miedo, aunque viva
entre gigantes.
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