14 abr 2013

Un mundo de gigantes.



            Es difícil explicar lo que aquí ha acontecido. Sin duda he de reconocer que me he portado mal a lo largo de mi vida, pero eso ya pertenece a una vida anterior, que intento, por todos los medios olvidar lo antes posible. Y sin embargo no se me puede achacar toda la culpa de lo ocurrido. Es una historia harto complicada, y sin duda difícil de entender. Más para mí. Valgan estas líneas, como intento de esclarecer lo acontecido, y como guía para todos aquellos que se encuentren en mi misma situación.

            Lo lógico seria empezar por el principio, mas si bien no recuerdo demasiado por tener en aquella época demasiada juventud, aclararé lo que esté dentro de mi alcance.

            Nací un bonito día de primavera, en una casa con Jardín, y pese a lo idílico de la estampa, no fue un comienzo demasiado venturoso. Jamás he conocido a padre alguno, al menos no a mi padre real. Durante algún tiempo creí que mi verdadero padre era aquel con el que me había criado, pero existían demasiadas discrepancias en nuestro aspecto como para  que aquello fuese posible. Es por esto que ya desde muy joven fui capaz de entender que aquel ser que me cuidaba, y me dio refugio en su casa, no era realmente el que me había engendrado.

            Mi madre, por el contrario, era sin ninguna duda mi verdadera madre. Tierna y siempre diligente, me cuidó con mesura y dedicación, pese a que desde siempre fue un trabajo arduo y difícil. Y es que no soy el único nacido en el mismo parto, ya que mi madre dio a luz, además de mí, a cuatro hermanos más. Dos chicas, y dos chicos. Total cinco mellizos, nada menos. Es de suponer que desde que tengo memoria, no soy capaz de recordar momento alguno en el que no estuviera disputando con alguno de mis hermanos, y hermanas, el cariño, y atenciones de mi madre. De alta cuna, mi madre siempre intentó darnos la mejor educación, mostrándonos la diferencia entre el mal y el bien. Enseñándonos lo que era posible hacer, y lo que no. Sin duda, al igual que cualquiera entiende, las madres tienen la obligación de enseñarle a uno esas cosas. De igual forma, supongo, ese hubiese sido el deber de mi padre, que al igual que mi madre también era descendiente de rancio abolengo. Es por esto, que quizás, exista entre mis hermanos, y yo, un cierto deje de engreimiento, ya que mi casa es una de las más nobles, y antiguas que se conocen.

            No es por tanto un intento por ser vanidoso, pero la casa Yorkshire, de la estirpe de los Terrier, ha sido siempre muy admirada, y bien recibida allí donde fuese. Incluso mis primos más lejanos, y de menos casta que la mía. Es por tanto comprensible entender que desde siempre mi padre adoptivo, su hembra, y su pequeña cría, de nombre Lucia, hayan intentado desde siempre servirnos en todo lo posible, y concedernos todos los caprichos deseables, a mi madre, mis hermanos, y a mí.

            Por supuesto no todo han sido alegrías, y bonanzas. La primera, y más antigua fue sin duda la desaparición de mis hermanos, y hermanas. Cierto día en  el que me encontraba yo acurrucado cerca de mi madre, llegaron a mi casa unos extraños que jamás había visto. Agraciados con mi padre adoptivo, no vi motivo, al igual que mi madre, para mostrarme agresivo, si bien, yo era muy pequeño, ya daba muestras de alta gallardía. No deseo extenderme más en lo ocurrido, pero cuando nos quisimos dar cuenta, ya nada se podía hacer al respecto, y no volvimos a saber de ellos. Por tanto es comprensible entender que los siguientes días fueron de inevitable dolor y pena, y más si entendemos que la aflicción que sentía mi madre por sus pequeños desaparecidos, parecía ser compartido por mi padre adoptivo, y su manada. Yo nunca confié demasiado en aquella manada de gigantes desgarbados que excedían con mucho lo que un ser notable debe medir, pero desde muy pequeño he visto como mi madre aceptaba tanto lo bueno como lo malo de aquellos seres, y he sido objeto de sus zalamerías, y galanteos. Es por tanto comprensible que no tuviese más remedio que aceptarlos, y no desconfiar de ellos. Aun así, es como digo un trauma, el que vivimos aquel día desafortunado tanto mi madre, y yo como aquellos bípedos con su curiosa forma de moverse sobre dos patas, a los que iba, como digo, acogiendo por expreso deseo de mi madre, como parte de nuestra manada.


            Pasaron los días en los que comencé mi desarrollo realizando tanto las tareas deseadas, dignas de mi clase, como las no tanto. Y es que es extraña costumbre la impuestas por los bípedos gigantes, que un miembro de la manada ha de ser restregado con un extraño ungüento, y aclarado con agua, al menos una vez cada siete soles. Cosa totalmente incomprensible para mí, ya que no entendía, ni entiendo, si este es un ritual bueno o malo. Por un lado el proceso, parece ser divertido para todos, o al menos eso intentaban hacerme creer, y por otro, no cesaban de regañarme por todo lo que hacia. En fin, empecé como digo a interesarme en comprender la extraña lengua humana, tanto la parte física, como la sonora de estos seres calvos, como era el capricho de mi madre, pero cuanto más lo intentaba peor iban las cosas.

             Es por tanto, como he dicho en un principio, que no es de mi titularidad toda lo culpa de lo acontecido en nuestra manada, ya que se debe, casi siempre, a la imposibilidad de los bípedos por aclararse en cual es su mandato. Yo no soy demasiado obtuso en el entendimiento de materias, es más, soy bastante avispado si se trata de comprender, y sacar partido a lo que me rodea. Como ejemplo he de añadir, he sido capaz de entender sin complicaciones todas las materias instruidas por mi madre, y siempre a la primera. Pero en cuanto a lo enseñado por los humanos, como los llama mi madre, la dualidad de lo que exponen, me ha llevado siempre a ser castigado por mi padre adoptivo. Como caso mas significativo baste decir que cierto día descubrí que no debo ladrar a Lucia, la pequeña de la manada de humanos, porque al parecer no le gusta demasiado a la hembra de mi padre adoptivo. El caso es que la hembra de mi padre hacia lo mismo que yo, ya que cada vez que yo ladraba, ella me recompensaba en un intento claro para que continuase, con más gruñidos en el inteligible idioma de los humanos, por lo que yo siempre he considerado que estaba imitándome, y que era una forma más de divertirnos mutuamente. Pero al parecer este no era el caso, hoy, ya mayor, he entendido que cuando ladras a un humano, y este hace lo mismo, lo que en realidad te está intentando decir es que no debes ladrar. En vez de ignorarte como deben hacer los seres inteligentes, los humanos tienen la extraña costumbre de ladrar más alto que tú, lo que acarreaba mi más perpleja confusión, y por supuesto un terrible castigo. Y no solo era eso, si no que se extendía a todas las materias, y costumbres que la manada humana intentaba enseñarme. Lo mismo me invitaban, si no me subían ellos mismos, al sofá, que de repente me gruñían enfurecidos exigiéndome que bajase de inmediato. Lo mismo me animaban, con esos sonidos tan zalameros que emiten los humanos, a que les mordiese las prendas de ropa que se ponen encima de la piel, y los lamiera enteros, que de repente estaba totalmente prohibido. Sobretodo con la hembra de mi padre adoptivo, a la que sentaba fatal que arañara lo que ella llamaba “medias” cuando se preparaban para atiborrarse de comida fuera de nuestra casa. Y bueno, luego estaba lo falsos, e incoherentes que pueden llegar a ser, sobretodo en lo que se refiere en determinar quien predomina en el liderazgo de la manada. Recuerdo un caso en el que la pequeña Lucia quiso invitarme a pasar la noche en su“cojín para dormir”, que es como el mío, pero mide al menos veinte patas de largo por diez patas de ancho. El caso es que la niña insistió mucho para que me quedara con ella aquella noche, y después de ladrar suplicante durante mucho tiempo a su madre humana, no consiguió salirse con la suya. Lo curioso, es que ya sin el sol en el cielo, habiendo escuchado a Lucia ladrar de igual forma a su padre, que a su madre, vino a mí, en compañía de mi padre adoptivo, exultante y con el consentimiento necesario. Es por esto que pasé la noche en su cojín, compartiendo su calida compañía hasta la salida del sol. Sin embargo, como era costumbre, la hembra de mi padre adoptivo salió como todas las mañanas a marcar su territorio en un específico lugar de la casa en la que todos los humanos tienen la obligación de hacerlo, cuando pasó por delante del cojín de Lucia, y me vio allí echado. Si sabia que tenía consentimiento del dueño de su manada, no lo sé, pero después de pasar medio somnolienta, y de hacer varios sonidos de incredulidad, la hembra de mi padre adoptivo arremetió cruelmente contra mí, para confusión y sobresalto mío, lo que generó algo que no esperaba: desentendimiento de la pequeña Lucia, que no hizo otra cosa que girarse para que no la molestásemos, sin despertarse siquiera.

            Fue ahí donde empezó una época pavorosa en la que las disputas territoriales pasaron a ser cotidianas. Visto que no existía por parte de los humanos un entendimiento de cuales eran las normas que se debían tener para que en nuestra manada existiera orden, y ya que estaban intentando que fuese incluido en ella, decidí que era hora de asumir, como manda la tradición, que debía ser yo el que poseyera el titulo de macho Alfa. Hay que entender que no fue para mí una decisión, ni una tarea fácil de acometer, pero como he dicho anteriormente, provengo de una noble casa, de alta cuna. El deber obliga.

            Aun así los enfrentamientos fueron despiadados, hasta el extremo de ser golpeado al intentar corregir a la pequeña Lucia para que se quitase de mi sitio en el sofá, con una pequeña dentellada que enrojeció su delicada piel. Este acto, del todo necesario, tuvo como resultado mi reclusión inmediata. Mi arresto en el lavadero. Encerrado, y con varios golpes de escasa importancia. En resumen, los humanos cometieron traición. Pero eso no iba a quedar así.

            Poco después de la salida del sol, el macho humano, pese a que yo le advertí que mi predominancia era incuestionable, me forzó a meterme en la “caja de viajar”, un pequeño cubículo con puerta que usan los humanos para llevar a los de mi especie a ver al medico. En esta ocasión, el destino no era a ver al medico, ni mucho menos por la preocupación que sentía el humano por mi estado de salud.

            El lugar en cuestión en el que terminamos, había sido visitado por muchos de mi raza, como así me lo constataron las diferentes marcas, y señales que estaban diseminadas por toda la instalación. A diferencia de los humanos que solo usan los ojos para darse cuenta de lo que los rodea. Como todo el mundo sabe, los míos tenemos la innata habilidad de poder vislumbrar todo lo que ha acontecido en el pasado en un lugar, utilizando nuestro olfato. He de decir que el lugar no me gustó demasiado, ni el hecho de encontrarme allí me dio seguridad alguna, y menos después del golpe de autoridad del día anterior. Lo primero que me encontré nada más entrar fue a una humana delgaducha que lejos de preocuparme, lo que hizo fue sorprenderme. A diferencia de lo que normalmente hacen los humanos, independientemente de las señales que yo insisto en comunicarles, la mayoría de ellos no entienden nada de lo que les transmito. Esta humana sin embargo, el mero hecho de indicarle físicamente que su acercamiento no era deseado, para mi sorpresa, se detuvo inmediatamente. Sorprendido gratamente por ver por primera vez como un humano entendía, al parecer, y obedecía lo que yo le señalaba, me dediqué a inspeccionar el lugar en busca de más información, mientras mi padre humano, y aquella hembra humana intercambiaban ladridos, y gruñidos en el incomprensible lenguaje humano. Estando el sol ya en alto, mi padre humano dio por concluida aquella retahíla de sonidos, y entregando un saco con la comida con la que solía alimentarme, se marchó dejándome a solas con aquella extraña hembra.

            No hubo demasiada relación durante aquel día, ya que poco después de la partida de mi padre humano, el traidor renegado de mi padre humano, aquella delgaducha hembra humana me engatusó por medio de una pelota para que la acompañara al lugar donde iba a pasar el resto del día. Detrás del recinto cerrado cubierto con el suelo de arena, había una entrada que daba acceso a unos cubículos hechos de la piedra que usan los humanos para hacer sus cuevas, y que estaban diseñados para alojar a los de mi especie. Varios de los míos ya se encontraban allí. Algunos, los más, de no tal alta cuna, pero que remedio me quedaba si no seguirla. Ella tenía una pelota.


            Al amanecer del siguiente día, me sobresaltaron los ladridos de los demás canidos presentes, que si bien no eran de carácter agresivo, como yo esperaba por la llegada de aquella humana, sonaban extrañamente amistosos, casi excitados. Después de una comida ligera, se me exigió introducirme una vez más en mi “caja de viajar”, y fui  expuesto, para escarnio público en la arena, a la vista de todos mis iguales. Al menos, yo pensé que era algún modo de ajusticiamiento, pero al poco deseché aquella teoría, ya que al parecer, yo no era, a diferencia de en mi casa, el centro de atención.

            Lo que allí pude ver me confundió enormemente. Eran varios de mi especie los que allí había, y todos ansiaban, por turnos además, relacionarse con aquella delgada humana. Y no se detuvo aquí la cosa. De una manera que se escapaba a mi comprensión, la hembra humana parecía tener la habilidad de comunicarse con los de mi especie. Daba igual a que casa, o de que estirpe, o condición perteneciera un canido, allí habían ilustres, e indómitos miembros de diferentes, e incluso antiquísimas estirpes caninas, incluso razas guerreras del Norte, de la casa de los Rottweiler. Todos obedecían sumisos a aquella delicada humana, ansiosos por complacerla.

           

             No pasó demasiado tiempo hasta que me llegó el turno a mí. Dejando clara mi intención de no salir de mi “caja de viajar”, aquella humana me obligó a ponerme un extraño collar al cuello. No era mi primera experiencia con aquellos artilugios, si bien normalmente solía llevar un arnés para deleite mío, y de la pequeña Lucia, a la que parecía encantarle tirar de mi, mientras ella era arrastrada por mi inigualable fuerza, aquel parecía tener trazas de ser diferente a los demás collares. Poco tardé en darme cuenta de lo que realmente era aquella humana, y de lo atrapado que me tenía. Mientras caminábamos, varios de mi especie deambulaban libres acompañados de otros humanos. Como manda la tradición, y las buenas costumbres, intenté acercarme a ellos para intercambiar nuestros aromas, y entonces ocurrió. Aquel collar, a diferencia de otros, cada vez que intentaba alejarme de aquella delgada humana, tenía la extraña facultad de hacerse más pequeño cuanto más me alejaba de ella. Me quedé helado. Estupefacto. Sin duda estaba ante una poderosa hechicera humana. Y no existía forma alguna de contrarrestar aquellos efectos. En todas las ocasiones, cada vez que me alejaba, el collar reducía su tamaño haciéndome volver de nuevo al lado de la hechicera. Así pasé varios días en los que aquella delgada humana comenzó a compartir su tiempo conmigo, y en los que sin percatarme de ello, comencé a entender lo que me decía. No se trata de que entendiera realmente el galimatías que forma el ladrido humano, si no que utilizaba unos sonidos concretos para indicarme lo que deseaba de mi. Ya he dicho que soy bastante avispado, y es por esto que no me costó demasiado asimilar este proceso de aprendizaje. En contraposición a esto, parecía que la hechicera también era capaz de entender lo que yo le comunicaba. Entendía cuando sacarme, cuando darme de comer, y siempre que terminaba exitosamente todo lo que deseaba que hiciese, me permitía libremente deambular por la arena, y relacionarme, no solo con los de mi especie, si no también con los humanos allí presentes. Tal era su poder, que hasta los humanos, dando igual el tamaño que tuviese, o si eran macho o hembra, que estaban allí, obedecían ciegamente lo que ella les mandase.

            Pasaron varios soles, hasta que un día volvió mi padre humano a visitarnos, pero en esta ocasión no se marchó. Por el contrario, la poderosa hechicera lo convenció utilizando sus artes para que desde ese momento ocupara su lugar al otro lado de mi correa, y lo enseñó para que fuese él el que se pudiese comunicar conmigo. Así empezó un proceso en el que cada sol que pasaba conseguía entender mejor a mi padre adoptivo. Hasta tal extremo que tuve que reconocerlo como el miembro más importante de la manada. Mi guía.

            Ese mismo día volví a nuestra casa, y pese a lo que yo sospechaba que iba a ocurrir, lo cierto es que mi llegada fue más que bienvenida. Nunca más volvió mi amo a olvidar como hablarme, ni yo como obedecerle. Es más, hasta su hembra, y la pequeña Lucia hacían todo tal, y como mandaba la hechicera.

En un mundo donde un objeto cotidiano tiene, por pequeño que sea, al menos tres patas de altura. Donde los deberes y obligaciones, por muy alta que sea tu cuna, son la forja de la verdadera obediencia. Yo, he de reconocer, que soy ahora un miembro productivo de mi manada, y hoy puedo decir orgulloso, que no siento miedo, aunque viva entre gigantes.

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